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TRIBUNA
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La guerra entre Israel e Irán no soluciona nada

Resulta muy improbable que el ataque ordenado por Netanyahu logre sus dos objetivos: desmantelar el programa nuclear iraní y forzar la caída del régimen de los ayatolás

Equipos de rescate trabajan este sábado en el exterior de un edificio de Teherán alcanzado por el ataque aéreo israelí.

No es un golpe más, y menos aún preventivo. Es una guerra abierta en toda regla. La operación israelí Am Kalavi (León Creciente) busca no solamente desmantelar el controvertido programa nuclear iraní, sino provocar la caída del régimen, llamando a la población a levantarse contra sus gobernantes. Es muy improbable que pueda lograr ninguno de esos dos objetivos.

Que Israel iba a golpear nuevamente a Irán era algo a lo que solo había que poner fecha. Decidido a redibujar el mapa de la región, Benjamín Netanyahu se ha empeñado en un proyecto que, en una primera etapa, se ha centrado en debilitar hasta el extremo a sus peones —Hamás, Hezbolá y Ansar Allá, principalmente—, así como en ganar posiciones en Siria. En paralelo, y con los feudos yemeníes de Ansar Allá como laboratorio de pruebas, ha ido mejorando sus capacidades para llevar a cabo ataques aéreos a gran distancia, sin tener que depender del reabastecimiento en vuelo que hasta ahora le proporcionaba Washington. Por último, gracias a la labor discreta del Mosad, ha logrado una extraordinaria capacidad de infiltración en territorio iraní, no solo para localizar con exactitud potenciales objetivos militares, sino también para introducir material de ataque cerca de dichos objetivos, para conocer la posición exacta de altos mandos militares y científicos nucleares, y hasta para promover movilizaciones ciudadanas contra el régimen.

Llegados a ese punto, y mientras Donald Trump jugaba el papel de supuesto policía bueno abriendo un proceso negociador de incierto futuro, Netanyahu dio la orden de ataque. Incluso ha sabido aprovechar que, por primera vez en 20 años, el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) acababa de aprobar una resolución que acusa a Irán de incumplir sus obligaciones como firmante del Tratado de No Proliferación, el mismo OIEA que ha condenado el ataque israelí. Desde el punto de vista táctico y técnico, el ataque ha sido impresionante y audaz, con decenas de instalaciones nucleares, sistemas de defensa antiaérea y baterías de misiles balísticos dañados, junto al asesinato de los máximos jefes de las fuerzas armadas y de los pasdarán, así como varios científicos nucleares.

Pero lo que cabe añadir de inmediato, además de recordar que se trata de una elemental violación del derecho internacional, es que la innegable superioridad de fuerzas por parte del Gobierno israelí no le basta para eliminar de raíz el programa nuclear iraní. Teherán no solo cuenta con científicos que pueden continuar la tarea, sino que desde hace años se ha dedicado a diversificar y a reforzar la protección de sus instalaciones, hasta el punto de que no existe ninguna bomba convencional en servicio que pueda destruirlas de un solo golpe. A falta de conocer el resultado real de esta primera oleada de bombardeos, se sabe que la planta de Natanz ha sido dañada, pero no así la de Fordow, y precisamente tras el ataque recibido, en un obvio gesto de desafío, Teherán ha dado a conocer que pone en servicio una nueva planta de enriquecimiento de uranio con centrifugadoras más avanzadas.

Lo que previsiblemente se deriva de lo ocurrido —que solo en el mejor de los casos supondrá retrasar un poco el programa iraní— resulta altamente inquietante. Por un lado, cabe suponer que Israel va a prolongar su operación para que dicho retraso sea el mayor posible, calculando que Washington seguirá respaldándolo, aunque sea a disgusto, como ha hecho colaborando directamente en la interceptación de los drones y misiles iraníes. Por otra, también es previsible que el régimen iraní trate de demostrar que no ha quedado inerme, no solo lanzando ataques híbridos y convencionales contra su enemigo, sino apuntando en otras dos direcciones: interrupciones del tráfico marítimo a través del estrecho de Ormuz y suspensión de las negociaciones con Estados Unidos. Peor aún, enfrentados a una lucha por la propia supervivencia del régimen, aumenta exponencialmente la probabilidad de que sus dirigentes intensifiquen la represión de su propia población, para evitar que el generalizado malestar social provoque el escenario con el que sueña Netanyahu (y Trump), y que decidan dotarse ya sin disimulo de armas nucleares. Un paso que iría seguido de esfuerzos similares por parte de Arabia Saudí y Turquía, elevando aún más la inestabilidad de la región hasta niveles que escaparían definitivamente al control de Washington.

Conviene recordar que hoy no estaríamos en esta situación si en mayo de 2018 Trump no se hubiera retirado de un acuerdo nuclear, logrado en julio de 2015, que Irán cumplía escrupulosamente. Y tampoco si el supremacismo de Netanyahu y sus secuaces hubiera sido detenido a tiempo, antes de que se hayan convencido de que incluso son los defensores de minorías como los drusos en Siria o de todos los iraníes. De paso, eso le sirve a Netanyahu para seguir aferrado al poder y para engullir definitivamente Gaza y Cisjordania ante la generalizada pasividad de la mal llamada comunidad internacional.

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