Contener la escalada
El enfrentamiento inédito entre Israel e Irán requiere una respuesta diplomática que evite un escenario aún más dramático en la región


Israel ha lanzado un ataque a gran escala contra Irán que supone un episodio de desestabilización sin precedentes en Oriente Próximo. Más de 200 aviones de combate han bombardeado instalaciones nucleares y militares y causado la muerte a científicos y mandos de la República Islámica, entre ellos el jefe de la Guardia Revolucionaria, Hossein Salami. Teherán no tardó en responder a la operación del ejército israelí, que sigue abierta.
Tras dos décadas amenazando con hacerlo, Benjamín Netanyahu ha materializado su deseo de golpear en el corazón del programa nuclear iraní. La ofensiva se produce después de que el Organismo Internacional de la Energía Atómica aprobara una resolución que certifica el incumplimiento por parte de Teherán del tratado de no proliferación. Previamente, el OIEA había denunciado que el régimen de los ayatolás sigue sin explicar el hallazgo de trazas de uranio en ubicaciones de su territorio en las que, oficialmente, no había actividad nuclear.
Evitar que Irán se haga con el arma atómica ha sido el pretexto invocado por Netanyahu —que ha dado incontables muestras de su desprecio por el derecho internacional— para justificar el ataque, pero a nadie se le oculta que el objetivo inmediato de una acción tan grave —un ataque militar no provocado— era hacer descarrilar las negociaciones entre Estados Unidos e Irán que debían retomarse este domingo en Omán. A esto cabe añadir razones espurias de política interna. El primer ministro israelí sabe que ampliar los frentes y prolongar la guerra —una huida hacia adelante en toda regla— es la macabra manera de garantizar la estabilidad de su Ejecutivo, debilitado por la fragmentación y por los casos de corrupción que rodean al propio líder del Likud. Esas mismas razones son las que le llevan a mantener desde hace meses la desproporcionada ofensiva en Gaza de su Gobierno, cada vez más aislado internacionalmente por su inhumano castigo a la población civil palestina.
EE UU sostiene que los bombardeos israelíes son una “acción unilateral”, pero no cabe duda de que Netanyahu ha hallado terreno abonado en el desprecio de Donald Trump a las normas internacionales y en la adhesión acrítica que siempre ha encontrado en su aliado y protector. En su primer mandato, Trump rompió unilateralmente el esperanzador acuerdo nuclear alcanzado con Teherán por Barack Obama. Aquella decisión del mandatario republicano, alentada entonces por Israel, ha precipitado el devenir de los acontecimientos hasta la peligrosa senda actual. Y en un momento en el que los extremistas de todos los bandos han impuesto su programa de máximos.
Israel sigue con los bombardeos, EE UU le respalda e Irán ya ha desatado sus represalias lanzando drones y misiles. La República Islámica —vista la experiencia en Siria, Líbano, Gaza y Yemen— no parece contar con el apoyo cerrado de Rusia ni con la antigua capacidad de respuesta de sus terminales en la región: Hezbolá, Hamás o los hutíes. Pese a todo, el potencial para la escalada es altísimo. Sus consecuencias serían terribles. De entrada, por el impacto de la violencia en los civiles, primeras víctimas de la guerra y de posibles ataques terroristas. Pero también por su efecto en la economía mundial: ayer se disparó el precio del petróleo mientras caían las Bolsas europeas.
Todo el poder de contención recae sobre Estados Unidos —que garantiza a Israel su superioridad militar en la zona— y sobre Rusia y China —aliados de Irán—. Lamentablemente, Europa ha sido hasta ahora incapaz de articular una posición común frente a Netanyahu. Sin embargo, pese a su escasa influencia y a que la situación no invita al optimismo, no cabe la resignación: la UE debe activar todos los instrumentos diplomáticos de los que dispone.
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