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TRIBUNA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

No las llaméis señoritas

En cualquier historia de corrupción la primera corrupción siempre se da en las palabras

'Las señoritas de Aviñón', de Picasso, en el MoMA de Nueva York.
Lola Pons Rodríguez

En 1907 Picasso terminó de pintar un cuadro. Más tarde (quizá pasaron años), lo enseñó a sus amigos y tiempo después le asignó un título: Las señoritas de Aviñón, evocando así la calle barcelonesa de Aviñón, donde había un prostíbulo cuyas mujeres eran retratadas con el rostro anguloso del cubismo. El título fue posterior a la obra, y las prostitutas fueron llamadas señoritas. Esto es justamente lo contrario, en tiempos e ideas, que hago en esta tribuna: su título es lo primero que he redactado y pienso que a las prostitutas no hay que llamarlas señoritas.

Desde la obra de Picasso al momento actual en que escribo han pasado, claro, más de 100 años, tiempo suficiente para que una palabra como esta, que aludía a la mujer en términos relativos a su condición civil, haya variado su nivel de uso y las connotaciones que tiene adheridas. No ha cambiado, sin embargo, la tendencia social a dar vueltas a las palabras buscando cómo nombrar en la esfera pública a la prostitución.

Examino la palabra señorita en su uso mediático más reciente. A cuenta de los pagos, con dinero público o a través de colocaciones en empresas estatales, que presuntamente dispensó un ministro español a distintas mujeres de su entorno, la palabra ha vuelto a ser usada en medios, en tertulias (“apartamento con señoritas”, “encuentros con señoritas”), en la comisión creada para la investigación de este asunto (“¿Conoce usted a esta señorita?”) y en declaraciones del propio acusado, ya exministro (“no pueden acreditar que yo haya estado con señoritas”). Las señoritas que se nombran ¿son como las de Aviñón?

Esa palabra que hoy está desprestigiada y que pretende ser un eufemismo para nombrar la prostitución era hasta bien avanzado el siglo XX una forma común de llamar a las mujeres solteras. El reciente y muy recomendable libro En el jardín de las americanas, de Cristina Oñoro, explora la memoria de la fundación en España a inicios del siglo XX del llamado Instituto Internacional, un centro de educación femenina muy avanzado para su tiempo, hermano de la Residencia de Señoritas que, así denominado, es un referente fundamental en la genealogía feminista de nuestro país y en la historia de la protección de las mujeres jóvenes (las señoritas) que querían estudiar y formarse. Limpio de connotaciones degradantes, ilustrativo de una entidad que fue históricamente muy significativa, el nombre de la Residencia de Señoritas muestra un uso venerable y digno de una palabra que hoy, sin embargo, rechazamos.

Esa historia de rechazo a la palabra señorita es amplia, pero no antigua. Así como hay una parte del vocabulario estable en su significado y en su aprecio por parte de los hablantes, todo lo que tiene que ver con los modos en que calificamos a personas es bastante inestable en la lengua y está condicionado por las transformaciones que la sociedad atraviesa. El siglo XX, vertiginoso en lo que se refiere al papel de la mujer, ha propiciado numerosos cambios lingüísticos de este tipo. Señorito se marcó como la denominación estereotipada para el vividor inútil, singularizado en el hijo del señor; señorita, usada antes para las no casadas, implicaba una distinción del estado civil en las mujeres de una forma que no se practicaba para los hombres. Terminó decayendo. Y lo mismo ha ocurrido en otras lenguas: el equivalente francés mademoiselle fue eliminado de las casillas de formularios oficiales en Francia en 2012.

Independientemente de su estado matrimonial y de su edad, los hombres son señores y las mujeres señoras (aunque muchas mujeres desprecien esta palabra sobreactuando como si ser llamada señora fuera etiqueta envejecedora). Seguimos llamando seño o señorita a la maestra de los colegios, y en América hay países donde los concursos de belleza no se llaman de misses sino de señoritas, pero en general hemos asumido que, fuera de esos usos, señorita no es una palabra adecuada para definir a una mujer.

En mi opinión, decir señorita queriendo decir prostituta es de una gran frivolidad: vincula la prostitución con la fiesta simpática de alguien que puede pagarse a una mujer como puede pagarse otros caprichos; pone el foco de la prostitución sobre la mujer prostituida y no sobre quien consume prostitución, a sabiendas de que esta suele lindar con ámbitos delictivos como la explotación sexual y la trata. No digamos que alguien andaba con señoritas, sino que andaba con señoras o con mujeres, o atrevámonos a llamarlas prostitutas si así estamos considerando la relación, que en el caso del exministro es aún más reprobable, porque a un cargo público se le presupone ejemplaridad. Tal y como está el siniestro patio de la corrupción esta semana, me da vergüenza usar esta palabra. Pero la escribo y la reclamo. Porque en cualquier historia de corrupción la primera corrupción siempre se da en las palabras.

Vuelvo a ir atrás en el tiempo, ahora dos siglos antes de que naciera Picasso. En verso y nombrando los modelos opuestos de comportamiento femenino que simbolizaban la casta Lucrecia y la cortesana Tais, sor Juana Inés de la Cruz fue una de las primeras mujeres que criticó el doble rasero con que se juzgaba a las mujeres en relación con la sexualidad. La monja mexicana les dijo a los hombres: “Queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis”. A quienes hoy las llaman señoritas yo les digo: “Llamadlas cual las tratáis o tratadlas cual las llamáis”.

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Sobre la firma

Lola Pons Rodríguez
Historiadora de la lengua y catedrática de la Universidad de Sevilla, directora de los proyectos de investigación 'Historia15'. Es autora de los libros generalistas 'Una lengua muy muy larga', 'El árbol de la lengua' y 'El español es un mundo' y colaboradora en la SER.
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