Teo Planell: “Hay que consumir arte en vez de contenido, escuchar canciones en lugar de clips”
Actor y músico, Planell ha conseguido a sus 21 años ser representante de una generación y, a la vez, señalar todas sus vergüenzas


Teo Planell (Madrid, 21 años) es músico, pero es más divertido verlo como un personaje cinematográfico. En varios sentidos: a pesar de ser uno de los cantantes con más personalidad de la nueva escena musical madrileña, lo que realmente quiere es ser director de cine. De hecho, ya ha dirigido cortos y videoclips, y protagonizado obras de teatro y largometrajes. Como personaje de la vida real tiene varios registros: lo mismo te sirve para hacer de cantautor folk que camina sobre la nieve con una guitarra al hombro, o de niño prodigio que imagina vivir en el mundo de ayer, como diría Stefan Zweig.
Planell vive al margen. Y no es por despistado. Vive al margen por puro empeño. Le da igual saber cuál es su lugar en la industria. “El otro día nos dijeron que estábamos más alternativos”, comenta. En lugar de mudarse a un estudio de 20 metros cuadrados en Lavapiés, a un paso del moderneo, se ha ido con dos amigos a la sierra. Uno de ellos es Roy Borland, su gran socio musical, una figura ubicua dentro de la escena. “Somos muy edgy”, bromea Planell. Vivir lejos le ha permitido huir del ritmo frenético que impone su profesión. “Te venden que todo es estrategia, hasta una canción es estrategia”, dice. “Y yo me siento un privilegiado por ver las canciones como un arte milenario y no como algo que tengo que hacer para que la gente no se olvide de mí”.
Puede estar tranquilo, no se van a olvidar de él. El día de la entrevista todo el mundo quería estar cerca de Teo Planell. Dos de las personas con las que se para a charlar son Tristán y Mori, del sello Rusia IDK, con quienes mantiene una relación muy cercana y colabora habitualmente. Recientemente, también ha participado en la creación de Si abro los ojos no es real, el último disco de Amaia, quien reunió a una serie de artistas —entre ellos Amore y Jimena Amarillo— para acompañarla en la composición del álbum. “Me lo tomé con mucha humildad”, afirma Planell. “No pensando que estaba ahí para aportar nada en concreto, sino para ver cantar a la mejor vocalista que tenemos en este país”.
Planell, cuyo último EP se llama Aún no existía Beatrice (2024), ha explorado distintos estilos musicales a lo largo de su corta pero prolífica carrera, que comenzó tocando en la calle a los 12 años. Ha pasado por lo urbano, folk e incluso rock and roll. La noche anterior a esta entrevista dio un concierto estrenando un formato de banda, con teclado y chelista. Nada de autotune, solo puro instrumento. Este gusto por lo clásico, que es toda una declaración de intenciones, se materializa también en su look: suele presentarse con trajes antiguos de color marrón, que encontró en el armario de un familiar. “Tras un periodo largo de confusión estética, descubrí en los trajes y americanas una ropa que me gustaba habitar. A través de lo más clásico siento que se puede dialogar con el presente perfectamente”, defiende.
Este artista multidisciplinar encarna, sin duda, aquella idea de Sigmund Freud: la del hijo favorito de su madre —en el caso de Planell, también el único— que crece con la confianza ciega de que todo va a salir bien y, precisamente por eso, todo le sale bien. Él mismo reconoce que, sin el apoyo de sus padres —dos trabajadores del mundo del cine que lo llevaban a rodajes desde pequeño— no estaría haciendo lo que hace hoy. “Tuve la suerte de que mis padres vieran un potencial en mí, no un peligro. No les asustó que tirara por el camino artístico.”
Al criarse entre focos, cables y sillas plegadas de rodaje el gusanillo del cine le picó pronto. A fuerza de insistir logró que sus padres le llevaran a las pruebas de un casting. El sueño fue tomando forma hasta que, por fin, llegó la confirmación: era el elegido para protagonizar Zipi y Zape y la Isla del Capitán (Oskar Santos, 2016). “Cuando me cogieron fue un punto de no retorno”, recuerda. Dejó pronto sus estudios para volcarse de lleno en su vocación artística. Su siguiente gran paso como intérprete llegó el año pasado, cuando le llamaron para participar en La otra bestia, obra escrita y protagonizada por Ana Rujas, y estrenada en Matadero Madrid. “Ha sido el primer personaje que he construido como adulto, en el que no ha habido un carisma infantil que me respaldara en el trabajo actoral. Ha sido un salto al vacío que me ha curtido”.
¿Cómo no preguntarle a alguien que irradia tanta luz y tanta seguridad si existe una pulsión autodestructiva ahí dentro? “Sí”, dice, sin rodeos. “Es algo un poco generacional, pero ese punto autodestructivo lo siento en el consumo de internet. En periodos de mi vida he tenido que hacer verdaderas desintoxicaciones”, recuerda. “Me ha hecho mucho daño en la cabeza. Lo he usado como analgésico, viendo en bucle cosas que olvido en cuanto se acaban.”
Tan firme es su convicción de que las redes sociales tienen algo inherentemente tóxico, que tras varios temas virales en TikTok decidió retirarse. “Me di cuenta de que el hecho de que los tiktoks estuvieran yendo bien no tenía nada que ver con que la música fuese buena”. Aun así, no pierde la fe en su generación, al contrario. “Veo muchísimas ganas de cambiar las cosas. Somos una generación que a mí me emociona. Y creo que nos debemos un esfuerzo por tratar el cerebro como se merece. Hay que volver a aburrirse, a oxigenar los pensamientos. Hay que consumir arte en vez de contenido. Escuchar canciones en lugar de clips”.
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